Imaginemos llegar a un lugar en el que nunca antes habíamos estado. Estamos parados en medio del camino y éste se abre en varias direcciones a la vez; pero no hay ninguna indicación que diga hacia dónde debemos ir. Estamos solos, hay mucha niebla y se hace de noche. Seguramente nos sentiremos paralizados, con gran incertidumbre, confusos. Así se sienten nuestros niños cuando no saben qué es lo que deben hacer ni cómo se espera que se comporten en las distintas situaciones. Los límites no “trauman”, organizan, dan seguridad, sostienen.
Poner límites es una de las funciones del rol de padres y una de las maneras en que les demostramos nuestro amor. Nos guste o no, indefectiblemente, cuando estas personitas empiezan a movilizarse por sus propios medios, los adultos tenemos que empezar a decir “esto no”. Al principio, el foco estará puesto en protegerlos de situaciones o cosas que sean peligrosas. Como no tienen la capacidad para entender todavía las consecuencias de ciertas acciones, además del “no” con firmeza, bloqueamos escaleras y tapamos enchufes. A medida que crecen, van entendiendo qué puede ser peligroso y qué no, y van conociendo e incorporando el “reglamento interno” de cada familia.
Así como los padres tenemos diferentes personalidades y estilos para relacionarnos y comunicarnos; algunos niños serán más desafiantes, otros más sumisos, algunos necesitarán entender más el por qué de tal o cual norma, y otros las acatarán sin preguntar. Nuestro desafío será encontrar la manera más adecuada de marcar el camino a cada uno de nuestros hijos, sabiendo que cambiar conductas y hábitos es tarea difícil pero no imposible y que, cuanto antes les enseñemos cómo queremos que se comporten, más fácil será para todos.
Existe mucha bibliografía para profundizar sobre cómo poner límites a los niños. A continuación nombraremos algunas nociones para ir reflexionando acerca de cómo manejarnos.
Como padres el primer paso fundamental es el diálogo con nuestra pareja parental (estemos juntos o no). Debemos conversar y acordar entre los dos acerca de qué reglas queremos transmitir, siendo coherentes y no desautorizando al otro. Obviamente que, si no vivimos juntos, habrá normas en cada casa que podrán no coincidir; y ésto no generará problemas, siempre y cuando haya coherencia en las reglas que se haya acordado como importantes para la crianza de los hijos en común. Cuando los chicos pasan tiempo en distintos espacios, van aprendiendo cómo comportarse en cada lugar y hasta dónde pueden llegar, según con quién estén. Esto pasa cuando van a lo de los abuelos, por ejemplo.
Hablando de reglas consensuadas, la familia y la escuela debieran funcionar también como un co-equipo en este sentido, para evitar dobles mensajes que pudieran ser dañinos para los chicos, en su aprendizaje de socialización con pares y su relación con adultos significativos.
Se dice que hay que saber “elegir las batallas”. Si estamos atravesando por una etapa en la que la relación se ha convertido en una lucha constante, habrá que decidir qué reglas no son negociables y mantenernos firmes en ellas; cuáles se pueden charlar (abriendo un espacio de diálogo en dónde podamos conversar y negociar) y cuáles podrían flexibilizarse.
Cuando un bebe comienza a caminar, tomado por la curiosidad, intentará agarrar lo que encuentre a su paso. Podemos pasarnos el día entero diciendo “no” o podemos buscar espacios seguros en los que pueda explorar.
En el momento de plantear el límite, debemos hablar claro y con firmeza, mirando a los ojos, explicitando qué es lo que queremos que haga o deje de hacer, y cuándo debe hacerlo. Cuánto más claros seamos en el mensaje, más seguridad daremos al niño, que sabrá exactamente lo que se espera de él y cómo cumplirlo.
Nuestra actitud tiene que ser firme y segura. Si nos mostramos inseguros o agresivos el límite perderá fuerza y nos hará ver como fuera de control. A veces necesitamos salir de la situación, respirar hondo, contar hasta diez…. para después poder volver y plantarnos calmados. Asimismo ante un berrinche: si reaccionamos, reforzaremos la conducta; mientras que si nos mantenemos tranquilos, finalmente su accionar va a ceder y aprenderá que no es una buena estrategia para conseguir lo que desea.
Algo que no debemos olvidar es que siempre hay que reprobar la conducta (lo que hizo o no hizo) y nunca la persona. “Estoy enojada porque hiciste….” y no “sos malo”.
Los refuerzos positivos tienen más fuerza, para generar y mantener conductas, que los castigos. Esto no significa que no debamos intentar penitencias o tiempos fuera (“time outs”), pero es fundamental complementarlos con comentarios acerca de lo que sí nos gustó que haya hecho, de lo bien que hace determinadas cosas y mostrándole sus talentos.
Cuando se piensan penitencias y premios, éstos han de ser acordes a la conducta a castigar o premiar. Si nuestra reacción es desproporcionada y proponemos una penitencia que no resulta sostenible, rápidamente perdemos el control de la situación y el límite perderá su efecto (“No vas a invitar amigos nunca más”). Siempre que imponemos una penitencia, debemos estar seguros de poder cumplirla y no echarnos para atrás; sino se convierten en amenazas sin contenido y nuestra autoridad se va diluyendo a medida que nuestra impotencia se va cargando de gritos estériles.
Es una buena estrategia brindar opciones para que el niño elija, dentro de lo que nosotros proponemos. Esto nos deja como dueños de la situación, haciendo que él también se sienta en control y disminuya la reacción de queja ante el límite. (por ejemplo, “no te podés poner el vestido que querés; pero elegí entre estos dos pantalones”).
Debemos estar atentos cuando los niños cambian de repente su conducta, su actitud, cuándo reclaman excesivamente nuestro límite. Algo están intentando decirnos y, tal vez, no encuentran un mejor modo. Ellos buscan nuestra atención y cariño, a la vez que necesitan que les marquemos el camino y los acompañemos en este proceso de convertirse en adultos.
Equipo creSER